viernes, 8 de junio de 2012

La isla del espanto y el cordero degollado

Columna para: micandidatopr.com

Erase una vez una isla donde los criminales andaban por la libre. Donde los pobres vivían de las migajas de la oligarquía. Donde los ricos, quienes trabajan en oficina, aire acondicionado y con trajes de marca, tenían más beneficios que quien se mataba trabajando al sol, sudando la gota gorda por par de pesetas y usando el mismo uniforme de hace tres años.

Por esos lares la gente sufría hambre, no todos tenían un hogar seguro y los servicios de salud se volvieron un privilegio de pocos.

 Un día hicieron unas primarias para elegir los candidatos a las próximas elecciones generales. Dentro de cada partido se robaron los votos de sus contrincantes. Así como lo lee, se robaron los votos de su propio partido porque no les gustaba uno u otro candidato.

 El cacique mayor que se bañaba con agua de coco azul reunió a sus huestes y les obligó a mudarse imaginariamente a cualquier casa desocupada. Otros lloraron lágrimas de sangre, como el color de su partido, porque sus propios amigos les votaron en contra y tomaron los votos de otros amigos para el enemigo.

Por allá había un junte entre diferentes ideales religiosos con el gobierno de aquella colonia “yanqui”. Un día la apóstol de hoja lata, la representante NO-oficial de tintes de cabello económicos, se amotinó en el Capitolio y comenzó a juzgar a diestra y siniestra la orientación y vida sexual de cuantos se acordó. Con una doble moral usaba su pulpito para vender la salvación y las sillitas del cielo. Con sus palabras y acciones no solo corto las cabezas de sus enemigos sino que volvió a espetar a Cristo en la cruz degolló al cordero de la metáfora.

En honor a la verdad, como negociante, nadie le podía poner un pie al frente porque ella sola era como una máquina de hacer dinero.

 Había una policía desmoralizada por tanto tiempo de abuso del poder. Los policías no daban abasto para combatir la criminalidad mientras su cabeza en la administración llego como por paracaídas desde el extranjero. Un sistema judicial que se volvió monigote del oficialismo y sin ninguna independencia. Las vacantes de jueces se llenaban por colores político partidistas.

Había una legislatura que al parecer se renovaba cada año. Hubo tantas salidas e intercambios, como fueron posibles. Algunos salieron por usar droga (quién sabe si hasta en horas laborables), otros salieron por violaciones a Ley de Ética, algunos renunciaron por no tener que dar explicaciones y así pudiéramos seguir mencionando.

Quien se mantenía rígido como una palma era el gobernante. A ese sí que nada lo hacía renunciar. No pedía perdón ni para Cristo. Si en algo era bueno es en lo que casi todos los gobernantes son buenos: recaudando fondos para las campañas y contratando a los amigos de sus amigos o dando contratos para ayudarlos con sus deudas.

Y como siempre la mayoría, los desventajados, los marginados, los discriminados, a quienes mantenían como ciudadanos de segunda categoría sufrían el desdén de una minoría opresora y elitista.

 ¡Ah! Casi lo olvido. El país iba por tal camino que el alcalde capitalino se creía de la realeza y en vez de cazar elefantes se puso a cazar antílopes con sus amigos los leopardos.